Cuando era niño, adolescente y durante mis años universitarios, era alguien seguro de sí mismo. No conocía el miedo. O quizás sí, pero aún no se había instalado dentro de mí. Como muchos jóvenes, me sentía invencible. No porque pensara que nada podía hacerme daño, sino porque la vida todavía no me había exigido probar lo contrario.
Pero al volver a casa después de la universidad, esa ilusión se rompió.
Casi de inmediato, me enfrenté al peligro real: fui víctima de un robo de auto a mano armada cuando regresaba del trabajo. Me llevaron en el auto por un largo camino, y por un momento creí de que se trataba de un secuestro. Y algo en mí se quebró. No lo nombré en ese momento. Ni siquiera entendí lo que se había activado. Pero desde ese instante, el miedo se convirtió en parte de mi arquitectura emocional. Y con los años, al vivir en la violencia del narcotráfico en la Colombia de los 90, ese miedo no desapareció. Se solidificó. El peligro externo iba y venía, pero el sistema interno se reajustó. Y nunca volvió por completo a su estado original.
No caminaba temblando. No era un hombre miedoso. Pero había una nueva lógica operativa debajo de todo. Me volví cauteloso, alerta, a veces demasiado. Mi sistema nervioso, antes enfocado en la ambición, ahora tenía una segunda frecuencia: la vigilancia.
Y esto es lo que me desconcertó durante años: si me conocías, no lo notarías. Me veías fuerte, compuesto, incluso imponente. Construí cosas, logros, resultados. Pero por dentro, había un temblor. Una división. El hombre que mostraba y el que cargaba no siempre estaban alineados.
A veces me preguntaba: ¿por qué yo procesé estos eventos de manera diferente a otros? Algunos conocidos vivieron peligros similares y parecían ilesos. No tengo una respuesta exacta. Quizá sea temperamento. Quizá una sensibilidad que arrastraba desde niño. Pero sospecho que tiene que ver con mi relación de toda la vida con la incertidumbre.
Incluso antes de la violencia, ya luchaba con lo desconocido. No en lo intelectual, sino en lo corporal. Odiaba no saber. No tener el control. Así que cuando la vida confirmó que el peligro podía aparecer sin previo aviso, no solo me sobresaltó: me confirmó un temor profundo que ya tenía. Que el suelo podía desaparecer en cualquier momento.
Años después, lo veo con mayor claridad. Veo cómo ese trauma temprano moldeó el filtro con el que percibo el riesgo. Y sobre todo, cómo ese filtro aún colorea mi comportamiento, especialmente en el trading, mi trabajo actual.
Miedo en el Trading: El Saboteador Silencioso
El trading suele presentarse como un juego de lógica, sistemas y probabilidad. Pero para personas como yo, se convierte en un espejo. Y el reflejo no siempre es halagador.
Construí un sistema. Funciona. Es claro, disciplinado, elegante. Producto de experiencia y pensamiento profundo. Y aun así, lo saboteo. No siempre. Pero lo suficiente como para saber que hay algo más en juego.
El patrón es claro: veo la señal. El setup está ahí. Sé qué hacer. Pero algo cambia. La duda se cuela. Cuestiono lo que acabo de ver. Dudo. Me detengo. O peor: hago lo contrario.
No es mal análisis. Es miedo.
Y no el miedo que grita. El que susurra: “Y si estás equivocado? ¿Y si va en tu contra? ¿Y si esto es como la vez pasada?”
El miedo distorsiona la percepción. Interrumpe la confianza, no solo en el sistema, sino en uno mismo. Crea un hueco entre el saber y el hacer. Entre la claridad y la acción.
Y en ese hueco, la ejecución muere.
El Miedo Como Estrategia, No Como Emoción
El cuerpo no distingue entre amenaza emocional y peligro físico. Ese es el truco. Esa es la traición. El mismo mecanismo que me salvó durante un robo real, se activa cuando un gráfico va en mi contra. El sistema nervioso no pregunta: “¿Esto es una amenaza real?” Pregunta: “¿Ya hemos visto esto antes? ¿Debo apagarte para protegerte?”
Ese es el miedo como estrategia de protección, no solo como emoción.
El problema es que, en el trading, la protección a menudo se ve como sabotaje: hacer demasiado, o demasiado poco; esperar demasiado, salir demasiado pronto. Los síntomas varían, pero la causa es la misma. Cuando el miedo toma el control, el sistema no ejecuta. Tiembla.
Y lo más difícil: a veces ni siquiera me doy cuenta de que el miedo está presente hasta que el daño está hecho.
Ese es el nivel de sofisticación del miedo incrustado. No siempre ruge. Se desliza, justo por debajo del umbral de conciencia, hasta que desvía el rumbo.
El Cuerpo Como Barómetro
La única forma en que he aprendido a detectar el miedo en tiempo real es a través del cuerpo.
En mi caso, vive en el pecho. No en el estómago. No en los hombros. Siempre en el pecho. Una opresión, una tensión, una pequeña retención del aliento. No siempre grita. A veces es sutil, una señal leve bajo el ruido. Pero está ahí. Y cuando la detecto, cuando realmente la detecto, puedo interrumpir la cascada.
Pongo los pies en el suelo. Me siento recto. Respiro.
No cualquier respiración. Un ritmo muy específico: inhalar 4 segundos, exhalar 8. Lo repito seis veces. Lento, deliberado. Esto no es espiritual. Es neurológico. La exhalación prolongada activa el sistema parasimpático. Le dice al cuerpo: “Estás a salvo. Esto no es una emboscada. Puedes ver con claridad.”
¿Es magia? No. Pero funciona. Interrumpe el ciclo del miedo. Crea suficiente espacio entre impulso y acción para recordar quién soy.
La Lógica Ilógica del Miedo
Lo más frustrante de todo esto es lo ilógico que se siente. ¿Cómo puedo trabajar tanto para construir algo coherente y luego abandonarlo en el momento crítico? ¿Cómo puedo entrenar la mente durante horas y dejar que un sentimiento que ni siquiera puedo nombrar tome el control?
Pero eso hace el miedo. No discute. Anula.
No necesita tener sentido. Solo necesita sentirse.
Por eso la respuesta no es más conocimiento, más análisis, más preparación. Ya tengo todo eso. La respuesta es presencia. No como concepto, sino como práctica diaria. Como compromiso vivido.
Notar el pecho. Escuchar el susurro. Respirar. Volver.
Porque el miedo no necesita ser eliminado. Necesita ser enfrentado.
Y Ahora, Este Día
Hoy, me saboteé a mí mismo.
Vi las señales. Sabía qué hacer. Pero no actué. O actué en contra de la señal. Y ahora, horas después, lo veo con claridad. El mercado era legible. La configuración era honesta. Mi sistema tenía razón. Pero yo no.
Y aun así, esto no es derrota. Es información.
Esto es lo que pasa cuando una vieja capa de miedo aparece justo cuando empiezo a construir consistencia.
Esto es lo que se siente cuando el cuerpo recuerda antes que la mente.
Esto es lo que significa transitar la transformación de forma honesta: no como una línea recta, sino como una espiral.
Así que lo nombro. Lo veo. Y avanzo.
El miedo todavía vive en mí, pero ahora lo encuentro, en la puerta, antes de que hable por mí.
Este es el trabajo.
Ancla
Cuando el miedo viva en tu pecho, interrumpe el ciclo con este reinicio:
Dilo en voz alta: “Mi miedo no me protege. Me limita.”
Acción: Una caminata. Un momento de silencio total.
Un gesto físico: mano en el pecho, ojos cerrados, respiración lenta.
Respira: Inhala 4 segundos. Exhala 8 segundos. Repite seis veces.
Cierra con:
“Ya no me rompo bajo presión. Ejecuto desde la presencia, incluso con miedo en el pecho.”




