La Impermanencia No Es Una Idea
No todo final necesita explicarse. A veces es solo la disponibilidad llegando antes que el permiso
Hace poco más de 10 años, mi carrera corporativa estaba llegando a su fin, justo cuando a mi hijo adolescente le diagnosticaron cáncer. Cuando recibí esa noticia, al mismo tiempo que era pasado por alto para una promoción que pensé merecer y estaba seguro que venía, supe que mi vida había cambiado. Decidí cerrar mi carrera corporativa y comenzar un nuevo camino, lo que también me permitió enfocarme en el cuidado de mi hijo, quien afortunadamente, superó ese evento y hoy está muy bien. Un nuevo cambio había llegado, y un final también. Pero aún no entendía, ni conocía, el concepto de impermanencia o transitoriedad.
Todo cambia. Todo termina. Así como todo comienza. La alegría, el dolor, el tiempo, las emociones, los pensamientos, todo lo que puedas nombrar es impermanente, transitorio. Ese evento me llevó a comenzar un trabajo interno que nunca antes había hecho, y que eventualmente me llevó a comprender que nada permanece fijo.
La mente lo entiende mucho antes que el cuerpo. Podemos aceptar lógicamente que nada dura para siempre, pero el sistema nervioso no opera con ideas: opera con experiencia. Y si tu experiencia ha estado marcada por pérdida, abandono o control, entonces el cuerpo aprende a resistir el cambio. Porque el cambio se siente como una amenaza. Incluso si es positivo.
La identidad, entonces, se aferra. A las rutinas. A las etiquetas. A la vieja narrativa. No porque sea cómoda, sino porque es familiar. Y la familiaridad, para un sistema nervioso no regulado, se siente más segura que lo desconocido. Por eso muchos preferimos repetir viejos patrones antes que enfrentarnos al vacío de no saber quién ser.
En mi caso, no fue inmediato. No hubo un despertar espiritual ni una transformación repentina. Hubo confusión. Silencio. Una pérdida de referencias. Había soltado la estructura externa que había sostenido mi identidad durante décadas, pero aún no sabía qué la reemplazaría. Y durante ese espacio intermedio—lo que ahora llamo "tierra de nadie identitaria", me di cuenta de que lo más difícil no era el cambio en sí. Era aceptar que todo cambia. Todo. Incluso lo que creí eterno.
La verdadera dificultad de la impermanencia no es filosófica. Es visceral. Es el momento en que pierdes algo (una persona, una posición, una imagen de ti mismo) y tu cuerpo reacciona con desesperación. Como si algo estuviera mal. Como si el dolor fuera una señal de fracaso. Pero no lo es. El dolor es simplemente parte del proceso.
Nuestro trabajo no es evitar el cambio. Tampoco es romantizarlo. Es entrenar el cuerpo para que no colapse ante él. Para que no confunda transición con amenaza. Para que no vuelva a refugiarse en lo que ya no somos, solo por miedo a desaparecer.
La impermanencia, cuando se integra, no debilita. Libera. Porque si nada dura para siempre, entonces tampoco lo hace la vergüenza, ni la confusión, ni la necesidad de aprobación. Y si eso no dura, entonces podemos habitar algo más verdadero. Algo más presente.
A veces esa comprensión llega lentamente. A veces con un golpe. A veces en la quietud. Pero siempre llega.
Y cuando lo hace, no necesitas cambiar todo de inmediato. Solo necesitas quedarte. Sentir. Reconocer que lo que está pasando, pasará. Que nada de lo que construyas se mantendrá intacto para siempre. Y que eso no es una amenaza. Es una apertura.
Nada de lo que construyes se queda quieto—y eso no es una amenaza, es una posibilidad.



