Querer y Libertad
Aprender a estar con la vida tal como es, sin urgencia por cambiarla.
Hace unos días, al regresar de una cita, tomé la autopista, algo que casi nunca hago. No había avanzado mucho cuando el tráfico se detuvo. No fue una de esas demoras que tensan un poco la paciencia. Fue una pausa total. Autos apilados como dominós bajo un cielo plomizo.
Lo que me sorprendió no fue el tráfico, sino mi reacción. O, más bien, la ausencia de una. No me molestó. No sentí ansiedad. No deseaba estar en otro lugar. Simplemente... estaba.
Eso no habría sido posible hace un año.
Durante gran parte de mi vida viví dentro de una corriente constante de querer. Querer que las cosas fueran más rápidas. Más fáciles. Que la gente entendiera. Que cambiara. Que validara. Querer que todo tuviera sentido. Querer llegar. Que el ruido parara. Que algo cambiara. Que el mundo se ajustara al guion que había en mi mente.
Ese día, atrapado en el tráfico, sentí lo que significa no querer. No como un esfuerzo forzado o una disciplina estricta. Sino como una especie de reconocimiento tranquilo. No estaba aferrado. No estaba resistiendo. No necesitaba que el momento fuera distinto para sentirme bien.
Esa noche, mi equipo de béisbol favorito jugaba en los playoffs. Y otra vez, noté el cambio. No dependía del resultado. No necesitaba una victoria para sentirme bien. No vivía los altibajos de cada jugada. Estaba presente. Viendo el juego. Sintiendo, pero sin intentar forzar el resultado. Era nuevo. Y extrañamente hermoso.
Esta ha sido una de las transiciones más liberadoras de mi vida: darme cuenta de que mucho de mi malestar, frustración y ansiedad no venía de lo que ocurría, sino de cuánto deseaba que fuera distinto.
Querer no es lo mismo que aspirar. No es visión clara ni ambición saludable. El querer, como ahora lo entiendo, es apego fusionado con resistencia. Es negarse a aceptar lo que es. Es un sistema nervioso aferrado al volante de la vida con las manos apuñaladas, incapaz de relajarse hasta que el paisaje cambie.
Así viví durante años. Y por eso resistía. No porque no tuviera suficiente, sino porque no sabía cómo estar con lo que tenía.
Este cambio no vino solo de un libro o un curso. Vino cuando decidí que algo tenía que cambiar. Empecé a estudiar seriamente la atención plena, las emociones, la identidad. Leer. Escuchar. Absorber. Y luego practicar. Vivirlo. Día tras día. Sentarme conmigo mismo en las mañanas difíciles y en las noches inquietas. Observar cuántos de mis pensamientos comenzaban con un “esto no debería estar pasando” o “ojalá fuera distinto”. No fue una revelación repentina. Fue un tejido lento entre estudio, disciplina y experiencia, hasta que el concepto dejó de ser teórico y se volvió real.
También vino del fracaso. Repetido. Ineludible. Revelador. Como en el trading, donde, a pesar de comprender bien el sistema, a veces intentaba controlar el resultado. No confiaba. Querer un resultado específico en lugar de estar presente con lo que surgía.
Cuando empecé a soltar, no los estándares, sino la resistencia, las cosas comenzaron a moverse. No rápido. No mágico. Pero diferente. Ya no apretaba tanto. Podía responder en vez de reaccionar. Podía respirar en momentos que antes me ahogaban.
Soltar el querer no es pasividad. No es resignación. No es rendirse. Es aprender a vivir en la realidad y no en la imaginación. Es construir agencia desde la presencia, no desde el control.
Y sí, sigo teniendo deseos. Quiero construir. Quiero servir. Quiero vivir con claridad y profundidad. Pero estos “quereres” ya no están fusionados con la desesperación. No intento arreglar el momento. Intento habitarlo.
Esto no quiere decir que sea fácil. Aún olvido. Aún me aferro. Aún deseo otra cosa. Pero ahora regreso más rápido. Me doy cuenta de que estoy queriendo, y aflojo.
Esto es lo que he aprendido: querer agota. Te deja en un círculo vicioso. No porque sea malo desear, sino porque condicionas tu paz a ese deseo. Entregas tu estado interno al comportamiento de otros o al azar del mundo.
No puedes construir claridad en ese círculo. No puedes confiar en ti si siempre estás rechazando el presente. No puedes moverte con precisión si estás luchando contra la realidad.
Lo opuesto al querer no es la apatía. Es la atención. Es decir: esto es lo que hay. Y aquí estoy yo también.
La paz que sentí en esa autopista no fue porque el tráfico sea agradable. Fue porque dejé de resistirme. No esperaba la paz. Estaba en ella. El partido no tenía que ir de cierta manera. El mercado no tenía que obedecer. El día no tenía que cambiar.
Esa paz está disponible. Pero solo si dejas de intentar ganártela.
Esta idea, en su forma más clara, proviene de tradiciones orientales, especialmente de la psicología budista, donde la raíz del sufrimiento no es el dolor en sí, sino el apego. Joseph Goldstein, entre otros, lo explica con gran claridad: el sufrimiento no surge de lo que está presente, sino de nuestra negativa a dejarlo ser. Nos aferramos a la comodidad, resistimos la incomodidad y, en esa contracción, cortamos nuestra propia capacidad de paz.
Para mí, esto no fue solo una idea teórica. Tuve que vivirlo. Ponerlo a prueba. Sentarme en situaciones que no podía controlar: emocionales, financieras, relacionales, y observar lo que surgía. A menudo lo primero que aparecía era el miedo, seguido de la historia de lo que “debería” estar haciendo. Pero al quedarme, el ruido se calmaba. A veces lento. A veces no. Pero me quedaba igual.
Con el tiempo, comencé a notar otros “quereres”: querer cierto estado de ánimo, querer elogios, querer no sentir vergüenza, querer que el tiempo pasara rápido. Incluso querer claridad, en momentos de confusión, se volvió otra forma de rechazo. Y fue entonces cuando entendí: la libertad no estaba en resolverlo, sino en no necesitar resolverlo.
Ese es el trabajo. No convertirse en alguien que ya no desea, sino en alguien que ve el deseo y no se deja arrastrar por él. Alguien que puede decir: “Veo lo que estoy deseando, y no tengo que perseguirlo”.
No siempre soy esa persona. Pero más seguido, estoy cerca.
No tienes que desear menos para empezar
Algunas personas no experimentan esta intensidad de deseo. No están impulsadas por las mismas compulsiones. Sus sistemas nerviosos no están programados para resistir la incomodidad o aferrarse a resultados imaginados. Pero incluso para ellas, este trabajo importa.
Porque todos vivimos en una cultura de anhelo. De gratificación inmediata. De realidades cuidadosamente seleccionadas. Y a menos que practiquemos intencionalmente otra forma de vivir, nos dejamos arrastrar poco a poco, hasta que olvidamos cómo se siente la facilidad.
Querer menos no significa rechazar la ambición. Es recuperar la soberanía. Es elegir actuar desde la alineación en vez de la urgencia.
Y esa elección, con el tiempo, se convierte en libertad.
Ancla
Intenta esto: una vez al día, nota qué estás queriendo. No los deseos superficiales, busca los más sutiles. Querer que alguien responda más rápido. Querer que la reunión termine. Querer sentirte distinto. Querer que se acabe el día. Querer tener la razón. Querer ganar. Solo nómbralo.
Luego haz una pausa. Deja que el deseo esté ahí. No lo juzgues. No lo arregles. Solo di en silencio: “Esto es lo que quería. Y puedo dejarlo ser”.
Así empieza el cambio.
No con fuerza.
Con conciencia.




