Soltar el Control
El control funciona… hasta que deja de hacerlo. Esto es lo que ocurre cuando el sistema que te construyó empieza a limitarte.
Hay un tipo de agotamiento que no proviene del esfuerzo, sino del agarre. De intentar moldear el momento en algo que nunca tuvo que ser. El control, cuando se usa como defensa contra la incertidumbre, se vuelve una forma de abandono de uno mismo. Lo conozco bien.
Durante los últimos seis meses he estado en un proceso profundo de trabajo de presencia. Algunos lo llamarían reconstrucción emocional, otros le llaman entrenamiento del sistema nervioso. Yo simplemente lo llamo recordar. Reaprender a vivir desde adentro hacia afuera, no desde el miedo ni desde el hambre de demostrar, sino desde la alineación. Este proceso lo ha cambiado todo: mi sentido del tiempo, mi regulación emocional, la forma en que me relaciono con mi cuerpo, incluso cómo veo a los demás.
Pero no todo ha cambiado al mismo ritmo.
Hay un ámbito de mi vida donde el cambio ha sido más lento. Y es en el trabajo. Durante años, traté mi trabajo como un oficio: precisión, estructura, ventaja. Una plataforma para la disciplina. Pero, siendo honesto, también era un escenario de rendimiento. Era donde iba a ganar. A redimirme. A demostrar competencia cuando otras partes de mi vida se sentían inestables. Nunca lo dije en esos términos. Lo llamaba ambición. Pero era algo más cercano a una proyección de identidad.
Y aún ahora, después de tanto trabajo interno, cuando puedo caminar, sentarme, escribir, y también relacionarme desde un lugar enraizado, algo todavía se fractura cuando estoy frente a los retos de desempeño diario.
No siempre. Pero lo suficiente como para notar el patrón.
Se manifiesta así: pierdo la capacidad de dejar ir una idea o una decisión, incluso cuando ya no funciona. No lo digo en sentido metafórico. Lo digo literal. Mis manos dudan. Mi respiración se acorta. Mi claridad falla. Veo que el contexto cambia y me quedo. No porque el plan diga que debo hacerlo. Sino porque una parte más profunda de mí aún equipara quedarse con controlar. Y controlar con estar a salvo.
He construido buenos sistemas. La estructura es sólida. Los marcos de decisión están claros. Pero cuando sobrepaso esos límites, nunca es porque algo externo me engañó. Es porque mi sistema nervioso, aún programado para el control, toma el mando.
Y sé que no soy el único. Esto le pasa a atletas que no pueden soltar después de una lesión. A ejecutivos que micro manejan en lugar de delegar. A padres que intervienen cuando sus hijos empiezan a diferenciarse. Es el mismo mecanismo interno:
El cuerpo no confía en que el mundo pueda sostener lo que soltamos.
Así que nos aferramos. Nos quedamos. Ignoramos el plan. Y lo llamamos disciplina, responsabilidad o empuje. Pero en realidad, es una herida. Una ruptura en el contrato entre uno mismo y la realidad. La incapacidad de rendirse ante lo impredecible—no porque sea malo, sino porque expone nuestra falta de control.
Hace unas semanas, tuve claridad.
Me di cuenta de que cada vez que no soltaba a tiempo, no era porque quería ganar. Era porque no quería sentir la pequeña muerte de dejar ir. El duelo de haberme equivocado. La vergüenza de salir cuando “podría haber funcionado”.
No se trata de resultados. Nunca se trató de eso. Se trata de control.
Así que comencé a experimentar con un pequeño ritual: decisiones automatizadas. No solo como una estrategia de eficiencia, sino como un acto de soltar identidad. De entregar el control a la estructura. De construir contención que me proteja de mis propios patrones fantasmas. Los que dicen: hay que quedarse. Hay que arreglar. Hay que tener la razón.
Al principio se sintió como fracaso. Como si estuviera renunciando a mi agencia. Pero algo empezó a cambiar. Comencé a notar el espacio que surgía cuando ya no tenía que “decidir” en el momento. Podía observar mi propia reacción sin actuar en ella. Sentir el viejo patrón activarse y no obedecer.
Sutil. Pero profundo.
No sugiero que automatizar o delegar resuelva todo. El punto no es la herramienta. Es la entrega. La disposición a admitir que, a veces, la disciplina no es más esfuerzo, es menos control.
Y esto no aplica solo al trabajo.
Todos tenemos lugares en la vida donde confundimos control con seguridad. Donde nos quedamos demasiado tiempo, sostenemos demasiado fuerte o intentamos demasiado, porque soltar se siente como morir.
Pero soltar no es el final. Es el inicio de la verdad. El inicio de la confianza. El momento en que la vida, sin curaduría, empieza a aparecer.
No tenemos que abandonar la estructura. Tenemos que confiar en ella. Dejar que los sistemas que construimos hagan su trabajo, incluso cuando nos sentimos inseguros. Especialmente cuando nos sentimos inseguros.
Porque ahí es donde el control se vuelve corrosivo.
El control susurra: “Si no sostienes esto, todo se va a caer”.
La claridad dice: “Ya construiste el contenedor. Deja que te sostenga ahora”.
Así que sí, seguiré construyendo y creando. Pero lo haré desde otro lugar. No para ganar. No para redimirme. No para arreglar. Sino para practicar presencia bajo presión. Para entrenar al sistema nervioso a mantenerse firme en momentos de inestabilidad e incertidumbre. Para confiar en que la verdad no necesita del control para seguir viva.
Y esto aplica a todo:
Cuando tu hijo dice que ya no necesita tu ayuda. Cuando un amigo no responde por días. Cuando tu propuesta no recibe el sí que esperabas. Cuando eligieron a otra persona. Cuando el resultado no llega.
La pregunta no es: “¿Cómo lo arreglo?”
La pregunta es: “¿Puedo quedarme presente sin controlar?”
Porque si puedes, eres libre.
Deja que la estructura que construiste te sostenga.
No necesitas sostenerlo todo.



